"Junto
a los jóvenes, llevemos el Evangelio a todos"
Queridos jóvenes, deseo reflexionar
con vosotros sobre la misión que Jesús nos ha confiado. Dirigiéndome a vosotros
lo hago también a todos los cristianos que viven en la Iglesia la aventura de
su existencia como hijos de Dios. Lo que me impulsa a hablar a todos,
dialogando con vosotros, es la certeza de que la fe cristiana permanece siempre
joven cuando se abre a la misión que Cristo nos confía. «La misión refuerza la
fe», escribía san Juan Pablo II (Carta enc. Redemptoris missio, 2),
un Papa que tanto amaba a los jóvenes y que se dedicó mucho a ellos.
La vida es
una misión
Cada hombre y mujer es una
misión, y esta es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra.
Ser atraídos y ser enviados son los dos
movimientos que nuestro corazón, sobre todo cuando es joven en edad, siente
como fuerzas interiores del amor que prometen un futuro e impulsan hacia
adelante nuestra existencia. Nadie mejor que los jóvenes percibe cómo la vida
sorprende y atrae. Vivir con alegría la propia responsabilidad ante el mundo es
un gran desafío. Conozco bien las luces y sombras del ser joven, y, si pienso
en mi juventud y en mi familia, recuerdo lo intensa que era la esperanza en un
futuro mejor. El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión
nuestra, nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a
la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta
realidad: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy
en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
Os
anunciamos a Jesucristo
La Iglesia, anunciando lo que ha
recibido gratuitamente (cf. Mt 10,8; Hch 3,6),
comparte con vosotros, jóvenes, el camino y la verdad que conducen al sentido
de la existencia en esta tierra. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros,
se ofrece a nuestra libertad y la mueve a buscar, descubrir y anunciar este
sentido pleno y verdadero. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de Cristo y de su
Iglesia. En ellos se encuentra el tesoro que llena de alegría la vida. Os lo
digo por experiencia: gracias a la fe he encontrado el fundamento de mis
anhelos y la fuerza para realizarlos. He visto mucho sufrimiento, mucha
pobreza, desfigurar el rostro de tantos hermanos y hermanas. Sin embargo, para
quien está con Jesús, el mal es un estímulo para amar cada vez más. Por amor al
Evangelio, muchos hombres y mujeres, y muchos jóvenes, se han entregado
generosamente a sí mismos, a veces hasta el martirio, al servicio de los
hermanos. De la cruz de Jesús aprendemos la lógica divina del ofrecimiento de
nosotros mismos (cf. 1 Co 1,17-25), como anuncio del Evangelio
para la vida del mundo (cf. Jn 3,16). Estar inflamados por el
amor de Cristo consume a quien arde y hace crecer, ilumina y vivifica a quien
se ama (cf. 2 Co 5,14). Siguiendo el ejemplo de los santos,
que nos descubren los amplios horizontes de Dios, os invito a preguntaros en
todo momento: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?».
Transmitir la fe hasta los confines de
la tierra
También vosotros, jóvenes, por el
Bautismo sois miembros vivos de la Iglesia, y juntos tenemos la misión de
llevar a todos el Evangelio. Vosotros estáis abriéndoos a la vida. Crecer en la
gracia de la fe, que se nos transmite en los sacramentos de la Iglesia, nos
sumerge en una corriente de multitud de generaciones de testigos, donde la sabiduría
del que tiene experiencia se convierte en testimonio y aliento para quien se
abre al futuro. Y la novedad de los jóvenes se convierte, a su vez, en apoyo y
esperanza para quien está cerca de la meta de su camino. En la convivencia
entre los hombres de distintas edades, la misión de la Iglesia construye
puentes inter-generacionales, en los cuales la fe en Dios y el amor al prójimo
constituyen factores de unión profunda.
Esta transmisión de la fe, corazón de
la misión de la Iglesia, se realiza por el “contagio” del amor, en el que la
alegría y el entusiasmo expresan el descubrimiento del sentido y la plenitud de
la vida. La propagación de la fe por atracción exige corazones abiertos,
dilatados por el amor. No se puede poner límites al amor: fuerte como la muerte
es el amor (cf. Ct 8,6). Y esa expansión crea el encuentro, el
testimonio, el anuncio; produce la participación en la caridad con todos los
que están alejados de la fe y se muestran ante ella indiferentes, a veces
opuestos y contrarios. Ambientes humanos, culturales y religiosos todavía
ajenos al Evangelio de Jesús y a la presencia sacramental de la Iglesia
representan las extremas periferias, “los confines de la tierra”, hacia donde
sus discípulos misioneros son enviados, desde la Pascua de Jesús, con la
certeza de tener siempre con ellos a su Señor (cf. Mt 28,20; Hch 1,8).
En esto consiste lo que llamamos missio ad gentes. La periferia más
desolada de la humanidad necesitada de Cristo es la indiferencia hacia la fe o
incluso el odio contra la plenitud divina de la vida. Cualquier pobreza
material y espiritual, cualquier discriminación de hermanos y hermanas es
siempre consecuencia del rechazo a Dios y a su amor.
Los confines de la tierra, queridos
jóvenes, son para vosotros hoy muy relativos y siempre fácilmente “navegables”.
El mundo digital, las redes sociales que nos invaden y traspasan, difuminan
fronteras, borran límites y distancias, reducen las diferencias. Parece todo al
alcance de la mano, todo tan cercano e inmediato. Sin embargo, sin el don
comprometido de nuestras vidas, podremos tener miles de contactos pero no
estaremos nunca inmersos en una verdadera comunión de vida. La misión hasta los
confines de la tierra exige el don de sí en la vocación que nos ha dado quien
nos ha puesto en esta tierra (cf. Lc9,23-25). Me atrevería a decir
que, para un joven que quiere seguir a Cristo, lo esencial es la búsqueda y la
adhesión a la propia vocación.
Testimoniar el amor
Agradezco a todas las realidades
eclesiales que os permiten encontrar personalmente a Cristo vivo en su Iglesia:
las parroquias, asociaciones, movimientos, las comunidades religiosas, las
distintas expresiones de servicio misionero. Muchos jóvenes encuentran en el
voluntariado misionero una forma para servir a los “más pequeños” (cf. Mt 25,40),
promoviendo la dignidad humana y testimoniando la alegría de amar y de ser
cristianos. Estas experiencias eclesiales hacen que la formación de cada uno no
sea solo una preparación para el propio éxito profesional, sino el desarrollo y
el cuidado de un don del Señor para servir mejor a los demás. Estas formas
loables de servicio misionero temporal son un comienzo fecundo y, en el
discernimiento vocacional, pueden ayudaros a decidir el don total de vosotros
mismos como misioneros.
Las Obras Misionales Pontificias
nacieron de corazones jóvenes, con la finalidad de animar el anuncio del
Evangelio a todas las gentes, contribuyendo al crecimiento cultural y humano de
tanta gente sedienta de Verdad. La oración y la ayuda material, que
generosamente son dadas y distribuidas por las OMP, sirven a la Santa Sede para
procurar que quienes las reciben para su propia necesidad puedan, a su vez, ser
capaces de dar testimonio en su entorno. Nadie es tan pobre que no pueda dar lo
que tiene, y antes incluso lo que es. Me gusta repetir la exhortación que
dirigí a los jóvenes chilenos: «Nunca pienses que no tienes nada que aportar o
que no le haces falta a nadie: Le haces falta a mucha gente y esto piénsalo.
Cada uno de vosotros piénselo en su corazón: Yo le hago falta a mucha
gente» (Encuentro con los jóvenes, Santuario de Maipú, 17 de enero
de 2018).
Queridos jóvenes: el próximo octubre
misionero, en el que se desarrollará el Sínodo que está dedicado a vosotros,
será una nueva oportunidad para hacernos discípulos misioneros, cada vez más
apasionados por Jesús y su misión, hasta los confines de la tierra. A María,
Reina de los Apóstoles, a los santos Francisco Javier y Teresa del Niño Jesús,
al beato Pablo Manna, les pido que intercedan por todos nosotros y nos acompañen
siempre.
Vaticano, 20 de mayo de 2018, Solemnidad de Pentecostés.