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lunes, 9 de septiembre de 2013

Un día de un voluntario en misiones


Páginas y páginas podría escribir de experiencias, vivencias y miles de situaciones vividas a lo largo de todos estos días, muchas de ellas dolorosas, desgarradoras, fuertes y entristecedoras, otras, en cambio, alegres y rebosantes de esperanza. Por ello, para no aburrir, voy a limitarme a contaros el día de ayer, un solo día para que vosotros solos podáis haceros una idea de nuestra vida por estas tierras.

Era temprano, y con todo preparado salimos hacia Moche, un pequeño pueblo cerca de Trujillo, donde está nuestro querido Hogar. Nos trasladamos a esta pequeña pedanía para visitar a Carmen, una madrileña con más de siete décadas de vida que desde hace años acoge a niños discapacitados bajo su techo. Sola, con sus dos manos y una Fe de las que sí mueven montañas de verdad, alegra cada día la vida a estos jóvenes que ven los años pasar sin salir de su mentalidad niños. 

Junto a ellos vivimos intensamente una misa en la que participamos los nueve que estábamos y después pudimos comer con ellos y estar mucho tiempo hablando y aprendiendo, sobretodo, de esta mujer que, a su edad, y con graves problemas de audición y visión, toma la sonrisa por bandera para tener la fuerza de su Fe como impulso para seguir cada día entregándose sin reservas al servicio de los demás. 

A Edith le cuesta expresarse, pero Carmen pone voz y gestos a sus entorpecidas palabras, a Sonia le cuesta entablar dos palabras seguidas, Carmen le habla y sonríe irradiando felicidad. A Marisa le cuesta caminar, mover sus brazos y mantenerse en pie, Carmen es, nunca mejor dicho, sus pies y sus manos. Al salir, le decíamos adiós levantando nuestras manos mientras ella volvía a perderse con sus niños en aquella casa escondida entre carriles de arena, para seguir envejeciendo en la paz más verdadera, la del servicio sin medida a los demás. Mientras la veía de espaldas, entrando en su casa sin dejar de acariciar a sus niños, pensaba en mi interior: "Si para esta buena mujer no existe el cielo, entonces el cielo no ha de existir para nadie"

Caminando de vuelta hacia la plaza donde teníamos que coger el taxi para volver a Trujillo a descansar y a procesar todo lo vivido entre esas paredes que rezuman tantas cosas, paró un taxi, como es costumbre nos acercamos a la ventanilla para preguntar lo que nos cobraba y al parecernos caro lo dejamos pasar. Paseando, llegamos al otro ángulo de la plaza hasta el que desembocó un nuevo taxi al que preguntar, al bajar su ventanilla, resultó ser el mismo que un par de minutos antes nos había resultado algo caro y resignados, pues parecía no haber más opciones, nos montamos en él. 

Rápidamente, el Padre Eduardo empezó a conversar con él, el taxista vivía en el barrio del Hogar de nuestros niños, nos reconoció y no pudo esconder su alegría al llevar en su "carro" a misioneros españoles. Poco a poco, comenzó a contar su historia, era un hombre criado en la calle, que desde niño vivió en una cañería donde aguardaba protegiéndose del viento y del frío. 

Entonces, por primera vez, habló de Dios. Dijo que era su salvador, que él se sentía un enviado por Dios y que no encontraba otro motivo a su vida que el Señor. Había sido drogadicto durante años, tirado a la mala vida y al vicio de la droga, aunque ya cumplía ocho años sin consumir. Hoy, además del taxi, tiene una empresa de transportes pesados, una familia y un hogar, una vida sana y estable, vive feliz porque dice que Dios le regaló todo lo que tiene, dio solución a sus problemas y fue luz de todos sus túneles. 

A los pocos minutos, conforme avanzaba la conversación, nos dice que trabaja en un hogar de rehabilitación de toxicómanos y llega el momento cumbre, nos invita a visitarlo en ese mismo instante, desconcertados, nos miramos y sin saber como y conociendo al taxista de diez minutos aceptamos sin dudas a visitar el centro. Por el camino, nos cuenta que hay unos setenta internos en el hogar, que sin criterios de raza, religión o ideología, ingresaron para volver al "camino de Dios" (repetía continuamente que Dios hay uno y es el mismo para todos, y que todas las Iglesias, en sus diferentes modos, nos llevan a ese mismo Dios). 

Me temblaban las piernas, me sudaban las manos, no sabía lo que pensaba ni lo que sentía cuando paró en la puerta de un edificio que dibujaba en su fachada "Comunidad terapéutica: Jesús y María", bajo el título, un dibujo de la Virgen con el Señor entre sus manos. En el interior, vemos un patio grande como centro de una casa a medio construir donde algunos de ellos están limpiando y otros están haciendo manualidades con palillos de dientes. Nos hacen pasar a una sala/soportal con muchísimas sillas en círculo y un atril. Una voz, un silbido y una hilera de hombres que, uno tras otro, bajaban por unas escaleras hasta este lugar en el que les esperábamos, todos nos estrechaban la mano y tomaban asiento. 

Me parecían miles, algunos tenían la mirada perdida, otros no dejaban de balancear su espalda, otros movían intensamente sus dedos buscando quizás la sustancia que al fin les fue arrebatada de sus manos y en ningún momento, en ninguno, sentimos miedo o inseguridad, en las manos de cada uno de ellos una biblia, por un momento pensé que no importaba la versión o la religión a la que respondiera, con ella alababan a Dios y pensaba que eso era suficiente. Eduardo tenía el rostro descompuesto, y lleva años palpando esta realidad, imaginaros el mío siendo la primera vez que aterrizo en una experiencia así. 

Os puede parecer exagerado, o incluso absurdo, pero nada parecía casualidad, el taxista dio la vuelta a la plaza y hasta que no nos montamos en el suyo no paró, conversamos y acabamos donde os cuento, yo veo en esto la mano de Dios, de ese Dios que nos une a todos como personas, como hijos suyos y como hermanos entre nosotros, sin mirar nada más, absolutamente nada más. 

Padre Eduardo les habló, les pidió perdón de rodillas por algo real, todos somos culpables de una sociedad que lleva a tantas y tantas personas a acabar como estos setenta hombres, que tras sus caras esconden una historia, unos sentimientos, una familia, una vida. Me sentía vacío por dentro, lleno a la vez, angustiado, desconcertado, feliz, desorientado...tantas emociones juntas...De mis ojos salían las lágrimas que minutos antes corrían por mis manos en forma de un sudor nervioso y confuso. En todos ellos una palabra, Esperanza. Esperanza en la ayuda de un Dios que sienten entre ellos, Esperanza en un futuro que pensaron imposible, Esperanza en una vida que vieron emborronada o que ni siquiera vieron. 

Uno de ellos, comentó que quería seguir siendo adicto, pero esta vez quería ser adicto al amor de Dios, una adicción que engancha igual o más que la droga y que te enseña a obrar para con los demás, por el bien de un mundo que necesita de todos para estar lleno de aquello que Cristo nos enseñó cuando bajó a la tierra enviado por su Padre. En el día de ayer, uno se reafirma en una Fe que flaquea y que se debilita a veces y que se endurece y se refuerza cuando ve que no hay ataduras a la Fe, ni fronteras al amor, que el servicio y la entrega ni se acota ni se limita. 

Y como era de esperar, a la vuelta a casa, nos puso Dios, para levantarnos el ánimo tras una tarde dura y difícil complicada de expresar en estas pocas palabras, la sonrisa de estos niños que ahora mismo, mientras os escribo, duermen a unos metros de mí, soñando no sé con qué y pensando no se en qué pero enseñándonos que nada es imposible, y que la sonrisa nunca se esconde tras el dinero, tras la avaricia o tras los intereses materiales. En sus gritos, en sus buenos días, en sus abrazos y en sus risas veo el reflejo de ese Dios que ayer nos llevo a encontrarnos con su rostro en la inquietud sonriente de los discapacitados de Carmen, en la mirada perdida pero esperanzadora de los toxicómanos, y en la sonrisa gigantesca de los diablillos que nos esperaban en casa. Un abrazo enormísimo desde aquí, desde donde seguimos unidos. Como dice alguien a quien quiero mucho, mucho: "la distancia no se mide en kilómetros".

Trujillo, Perú
Ignacio